Treinta años

Alguna vez lo dije, cuando murió Julio Cortázar yo no me enteré de nada y no lo había leído siquiera.
En cambio, desde hace unos años, los doce de febrero me pesan un poco (me podría pesar un día cualquiera, otra fecha, el número, en el fondo, no es lo que importa). Me llaman la atención la breve simetría entre otros números: los treinta y los cien, el 14 y el 84, los setenta de en medio. Sé que hay una figura agazapada, aunque no sé qué dice.
No entiendo muy bien por qué este es precisamente el «año de Cortázar», si también hay otros centenarios y otras conmemoraciones igual de literarias. Pero sospecho que pocos autores se han ganado tanta simpatía y cariño de sus lectores, incluso después de muerto. Como bien dijo Rulfo «Queremos tanto a Julio».
Me falta uno de los tomos de Galaxia Gutenberg de la Obra Completa, tengo un par de ediciones originales que no son, ni de lejos, las más codiciadas por nadie. Ocupa en mi librero el mismo espacio que el resto de Latinoamérica (con excepción de México), y mis gatos se llaman Calac y Polanco, ni siquiera por la aparición como Tártaros en 62, sino porque son los Bárbaros y llegan a beberse su escocés y a comerse su queso, a llevarse sus discos y a discutir de política en textos más o menos marginales.
Total, es doce de febrero y me da un poco de tristeza.
Y, como hago desde 1996 o así, repito ese saludo nocturno de Juan López Moctezuma que se me quedó: Saludos, Julio, saludos, dondequiera que estés.
Salud, che.

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12/02/2014 · 18:01

Gatos

Calac y Polanco (También conocidos como los Tártaros)


Los Bárbaros duermen junto a mi rodilla derecha. Muchas veces se enroscan en semicírculo, uno frente a otro, y me hacen pensar en el Yin Yang. Uno jengibre, el otro casi blanco.

No los dejo entrar casi nunca. Cuando acababan de llegar intentamos compartir mi cama, pero tienen el pelo demasiado largo: yo amanecía con la nariz hinchada y los ojos rojos. Tuve que desterrarlos de mi recámara a riesgo de tener que prescindir de ellos para siempre. Sin embargo hay veces que abro la puerta y ellos entran, atisban lo que hay en el suelo, husmean cerca de la silla o del baulito y se trepan en la cama después de un rato de exploración y de tanteo. La única regla: no cerca de la cabecera (así no respiro el pelo que hayan soltado cuando me voy a dormir).
Claro que hay veces en que abro la puerta, ellos entran y reciben a cambio una orden tajante: ¡fuera! Es la única manera de evitar que alguno se quede encerrado todo el día, sin agua, comida ni arena, porque se escabulló en el clóset y yo cerré la puerta y me fui. Me sucedió un par de veces, ellos se portaron muy bien, nada de desechos por ningún lado, pero me angustia pensar que durante doce horas (quizá más, si me voy al cine o por ahí con los amigos) el pobre animal no bebe ni come. Puede dormir, pero un ser vivo, así se aun gato, necesita mucho más que eso. Cuando le grito a uno que se salga, o se baje, o deje de morder lo que está mordiendo, o de arañar lo que está arañando me mira con azoro, casi con un poco de escepticismo, «como si no fuera a hacer exactamente lo mismo cuando tú no estás, persona». Pero se detiene, adopta una actitud de supremo desdén y se va en dirección contraria, siempre a paso lento y digno, «estaba a punto de irme de todos modos, destruir ese objeto no resulta tan interesante como parece».

Escucho el ronroneo suave, siento su calor, intento no hacer movimientos bruscos ni mucho ruido. Sé que están cómodos y sé que es mejor para ellos estar aquí arriba que allá afuera, en la estancia. Aprecio que estén aquí, de hecho. Me acompañan desde su silencio y su esencia de cosa viva, hay un misterio y una ternura que los rodea y que siempre me hace sentir que tenerlos conmigo es un pequeño milagro.

Me los traje juntos porque nunca estoy y cuando estoy tampoco es que les ponga todo el tiempo mi completa atención. Si fueran perros la historia sería otra, pero por eso tengo gatos: su independencia y la mía conviven perfectamente. Cuando los traje a vivir conmigo no quería tener sólo una mascota «porque sí», sabía que sería a largo plazo, un compromiso de tiempo completo dentro del espacio que queda fuera de los otros compromisos de tiempo completo. Sabía que si traía sólo uno se aburriría, le iba a dar tiricia, no quería pensar en que el pobre animal, por más doméstico que fuera, estuviera todo el día encerrado y solo; temía que se volviera neurótico o agresivo. Entonces me decidí por dos, así cuando yo no estoy ellos se acompañan, hace sus vidas. Hacen lo que sea que hagan los gatos cuando no los ve nadie además de otros gatos; hacen cosas que nunca sabré ni veré, pero viven y están aquí. Dependen de mí para comer y estar saludables y tener arena limpia y agua, pero no dependen de mí para ser. Y cuando yo no estoy ellos son, igual que cuando estoy, pero cuando estoy son conmigo, que no es lo mismo.

Sé que me quieren. Lo sé por cómo frotan su nariz contra mí, por cómo hacen ruiditos o porque uno se tira de panza para que juegue con él y el otro me muerde con suavidad cuando lo acaricio; lo sé porque a veces me lavan la mano con la lengua o posan una pequeña pata acojinada en mi brazo y me miran. Y yo los quiero, ellos no entienden lo que les digo, pero lo saben porque hago las cosas que uno hace con los gatos cuando los quiere, cosas bobas y divertidas; lo saben porque me río con ellos o les canto o les muerdo la cabeza o les hago trompetillas en la panza.

Los miro y sé que es una suerte tener a los Bárbaros conmigo. Sobre todo porque así no me aburro ni me da tiricia o no me pongo neurótica ni agresiva, aunque esté aquí encerrada. Supongo que vivir con ellos, en cualquier caso, es una cuestión de buena salud.

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In memoriam

Apenas antier, jueves, salió a comer, atravesó la calle en un momento inadecuado y no llegó a terminar el día.
Yo ni siquiera la conocía, era una editora del piso ocho y le decían «Ti». Hoy hubiera cumplido años (unos 32, creo), si no la hubiera atropellado un metrobús.
Mariana no podía creer que esa chica estuviera muerta y nosotros, a pesar de esa muerte, volviéramos a nuestro escritorio, a nuestra tarde de trabajo, a nuestra vida. Ti dejó sus cosas, los vestigios de su paso por los días y alguien tuvo que recoger esos fragmentos, deshacerse de ellos (acaso guardarlos para dejar constancia de una presencia).
Vi la cara de los compañeros de trabajo mientras iban compartiendo la noticia. Se les descomponía el gesto con horror, con sorpresa. Uno escucha frases como «una tragedia» y la dimensión de esos lugares comunes queda borrosa hasta que algo los dota de sentido. Que una mujer joven haya muerto atropellada sobre Insurgentes un día cualquiera es una tragedia. Yo pensaba en su madre, en las obviedades en que piensa cualquiera cuando se enfrenta a una irrupción violenta del horror en su vida cotidiana (siempre pequeña, siempre subjetiva).

Creo que uno pasa por el mundo y a veces no se da cuenta de que toca a la gente. No importa si las relaciones de oficina son o no profundas: nos adecuamos a cierta compañía, a cierta rutina, a la presencia de la gente cuyo paso por nuestra vida parece nulo en la superficie. Pero tal vez no, tal vez no es un paso tan insustancial como a veces nos gusta creer. He pensado mucho en eso que se llama comunidad, en cómo no podemos estar solos del todo mientras alguien lamente la interrupción de ese tránsito.

Así que hoy hubiera sido cumpleaños de una chica a la que no conocía pero cuya muerte me alcanzó. Estas palabras en memoria suya que sólo sirven para que yo ponga en orden alguna idea vaga, pero me parece justo y humano dejar esta mínima ofrenda, porque al fin y al cabo es cierto lo que dicen: me pudo suceder a mí o le pudo suceder a una persona amada. Y entonces el horror sería absoluto y no sólo algo a lo que asistí con sorpresa y con cierto pudor por ser testigo involuntario de una rasgadura en el tejido del universo de otro.

En memoria, pues, de una chica que se llamaba Ti y que hoy hubiera celebrado un año más de vida.

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